El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y
tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio,
cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y
superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte
anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura,
que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres
da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A
izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de
pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma
y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las
apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si
lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies
bruñidas figuran y prometen el infinito… La luz procede de unas frutas esféricas que
llevan el nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que
emiten es insuficiente, incesante.
Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado
en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden
descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que
nací. Muerto, no faltarán manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será
el aire insondable; mi cuerpo se hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el
viento engendrado por la caída, que es infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es
interminable. Los idealistas arguyen que las salas hexagonales son una forma necesaria
del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del espacio. Razonan que es
inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que el éxtasis les
revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la
vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro
cíclico es Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una
esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible.
A cada uno de los muros de cada hexágono corresponden cinco anaqueles; cada
anaquel encierra treinta y dos libros de formato uniforme; cada libro es de cuatrocientas
diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada renglón, de unas ochenta letras de
color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas letras no indican o
prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció
misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas
proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas.
El primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es
la eternidad futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el
imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el
universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables
escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de
un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo divino y lo humano, basta comparar
estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea en la tapa de un libro, con
las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas, inimitablemente
simétricas.
El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa comprobación
permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y resolver
satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza
informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del
circuito quince noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas
desde el renglón primero hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero
laberinto de letras, pero la página penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe:
por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de
fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región cerril cuyos bibliotecarios
repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los libros y la equiparan
a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano… Admiten que los
inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que
esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos
no es del todo falaz.)
Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros
bibliotecarios, usaban un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que
unas millas a la derecha la lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es
incomprensible. Todo eso, lo repito, es verdad, pero cuatrocientas diez páginas de
inalterables MCV no pueden corresponder a ningún idioma, por dialectal o rudimentario
que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la subsiguiente y que el valor
de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la misma serie en
otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en
criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en
que la formularon sus inventores.
Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro tan confuso
como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su hallazgo a
un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le
dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto
samoyedo-lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el
contenido: nociones de análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con
repetición ilimitada. Esos ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera
la ley fundamental de la Biblioteca. Este pensador observó que todos los libros, por
diversos que sean, constan de elementos iguales: el espacio, el punto, la coma, las
veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los viajeros han
confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las
posibles combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque
vastísimo, no infinito) o sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la
historia minuciosa del porvenir, las autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la
Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos, la demostración de la falacia de esos
catálogos, la demostración de la falacia del catálogo verdadero, el evangelio gnóstico de
Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del comentario de ese evangelio,
la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las lenguas, las
interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y no
escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito.
Cuando se proclamó que la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión
fue de extravagante felicidad. Todos los hombres se sintieron señores de un tesoro intacto
y secreto. No había problema personal o mundial cuya elocuente solución no existiera: en
algún hexágono. El universo estaba justificado, el universo bruscamente usurpó las
dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló mucho de las
Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos de
cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos
por el vano propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los
corredores estrechos, proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras
divinas, arrojaban los libros engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los
hombres de regiones remotas. Otros se enloquecieron… Las Vindicaciones existen (yo he
visto dos que se refieren a personas del porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero
los buscadores no recordaban que la posibilidad de que un hombre encuentre la suya, o
alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el
origen de la Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan
explicarse en palabras: si no basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca
habrá producido el idioma inaudito que se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese
idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres fatigan los hexágonos… Hay buscadores
oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de su función: llegan siempre
rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan de galerías y de
escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean, en
busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada.
A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La
certidumbre de que algún anaquel en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que
esos libros preciosos eran inaccesibles, pareció casi intolerable. Una secta blasfema
sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres barajaran letras y símbolos, hasta
construir, mediante un improbable don del azar, esos libros canónicos. Las autoridades se
vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció, pero en mi niñez he
visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos discos de
metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden.
Otros, inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles.
Invadían los hexágonos, exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio
un volumen y condenaban anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la
insensata perdición de millones de libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran
los «tesoros» que su frenesí destruyó, negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es
tan enorme que toda reducción de origen humano resulta infinitesimal. Otro: cada
ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la Biblioteca es total) hay siempre varios
centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que no difieren sino por una letra
o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que las consecuencias de
las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el horror que
esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono
Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos.
También sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En
algún anaquel de algún hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la
cifra y el compendio perfecto de todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es
análogo a un dios. En el lenguaje de esta zona persisten aún vestigios del culto de ese
funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de Él. Durante un siglo fatigaron en
vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado hexágono secreto que lo
hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro A, consultar
previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar
previamente un libro C, y así hasta lo infinito… En aventuras de ésas, he prodigado y
consumido mis años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya
un libro total; ruego a los dioses ignorados que un hombre – ¡uno solo, aunque sea, hace
miles de años! – lo haya examinado y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no
son para mí, que sean para otros. Que el cielo exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que
yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante, en un ser, Tu enorme Biblioteca se
justifique.
Afirman los impíos que el disparate es normal en la Biblioteca y que lo razonable (y
aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción. Hablan (lo sé) de «la
Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de cambiarse en
otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira».
Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también,
notoriamente prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la
Biblioteca incluye todas las estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los
veinticinco símbolos ortográficos, pero no un solo disparate absoluto. Inútil observar que
el mejor volumen de los muchos hexágonos que administro se titula «Trueno peinado», y
otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas proposiciones, a primera vista
incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica o alegórica; esa
justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar
unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de
sus lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que
no esté llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre
poderoso de un dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya
existe en uno de los treinta volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables
hexágonos, y también su refutación. (Un número n de lenguajes posibles usa el mismo
vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca admite la correcta definición ubicuo y
perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca es pan o pirámide o cualquier
otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú, que me lees, ¿estás
seguro de entender mi lenguaje?).
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en
que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no
saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones
que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber
mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el
temor, pero sospecho que la especie humana – la única – está por extinguirse y que la
Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de
volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta.
Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una costumbre retórica;
digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan limitado,
postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden
inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que
los tiene el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo
problema: La biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en
cualquier dirección, comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se
repiten en el mismo desorden (que, repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se
alegra con esa elegante esperanza.
FIN